martes, 5 de octubre de 2010

La reina de España

Por: Karla Toledo Ríos

Federica Mostacho quería ser la reina de España. Tenía que ver con su ego, porque ni siquiera sabía en qué parte del globo terráqueo se localizaba ese país. Las revistas le daban una leve idea de cómo era y de quienes vivían allí, pero ella se interesaba por saber cómo eran los que formaban parte de la realeza.
Quería ser muchas cosas, la mayoría de las cuales su mamá catalogaba como querer defecar más arriba de donde corresponde. Deseaba prendas caras con nombres italianos o un hombre italiano que le regalara prendas caras. Cualquiera de las dos opciones le parecía bien.

Sucede que Federica era bien fea. Era alta, más alta que cualquier hombre en toda la isla. Era extremadamente delgada, con la nariz tan extensa y encorvada que la punta de esta le tocaba los labios. Sus orejas eran grandes y en forma de altoparlante. Sus dientes eran tan largos que casi no le permitían cerrar la boca. Sus pies eran callosos y tenía hongo en las uñas. En las veinte.
Federica era tan vanidosa y orgullosa que nunca fue capaz de ver ni el más obvio de sus defectos. Se encontraba sumamente bella y atractiva, más bella que cualquier mujer rica y que todas las modelos de pasarela.

-Mamá, yo quiero ser la reina de España- dijo Federica.
-Ay hija, pon tus pies en la tierra, literalmente. Ayúdame desyerbar el patio de la familia Valdés.- respondió su madre mientras recogía sus herramientas de trabajo.

Provenía de una familia pobre, sin embargo se las ingeniaba para poder recibir en su casa las revistas ¡HOLA!, Imagen, “Glamour” y los periódicos El Nuevo Día y “The New York Times” (este último sólo lo ojeaba porque no sabía leer inglés). Así transcurrieron los días, las semanas y los meses sintiéndose miserable, odiando a la reina de España.

No le parecía justo. “¿Por qué ella tenía que ser la reina y no yo?” pensaba. “Ha vivido mucho tiempo en ese país y se lo conoce de rabo a cabo. Además es muy linda y puede tener los hombres que quiera…guapos, ricos y caballerosos. ¿También tenía que casarse con un rey? Yo también tengo derecho.” Lo pensaba nuevamente y seguía pareciéndole injusto.

Cuando el tema de la reina de España la agobiaba demasiado, lo esquivaba anhelando poseer otras cosas. Pensaba en todos los autos de lujo que quería tener; Uno diferente para cada día de la semana. Sentía unos deseos desordenados de placeres y de posesiones que bajo su nivel social jamás podría obtener. Esa era la razón primordial por la cual se dedicaba a odiar a la gente adinerada: la envidia.

Transcurrieron los meses y Federica Mostacho cumplió 16 años. Pasó el día encerrada y llorando. Quería un carro rojo convertible con una moña dorada y pensó que alguno de sus muchos admiradores secretos adinerados le regalaría uno. Decepcionada, salió de su encierro ya entrada la noche y se dirigió al cuarto de sus padres.

-¡No es justo mamá! ¡Yo sé que soy la más hermosa del pueblo! ¿Por qué nadie me regaló nada costoso?... Ni siquiera ustedes.- refutó Federica.
-¡Federica, no seas malagradecida y déjate de estupideces!- dijo su madre un tanto dolida por las expresiones de su hija.
-Hasta las prostitutas tienen más dinero que yo, a lo mejor me convierto en una un día de estos.- dijo Federica en tono sarcástico, recibiendo automáticamente una pescozada de parte de su mamá.

Se marchó del cuarto de sus padres y volvió a su encierro voluntario, pero esta vez dejó la puerta un poco abierta.
-Al menos nuestra hija tiene la autoestima alta- le dijo en tono burlón el padre de Federica a su esposa.
- Ay Aurelio, no seas cruel, mira que por ahí dicen que Federica es puro padre- le respondió ella entre risas.

La adolecente caprichosa escuchó la conversación. No le dio coraje con sus padres, incluso se miró en el espejo y seguía viéndose bella. Más bien le dio coraje con la reina de España. Quería destronarla, quitarle sus joyas, su ropa costosa y su marido. A veces soñaba que el rey le era infiel a la reina con ella, que la besaba y le quitaba la ropa lentamente.

Pasó el tiempo. Federica cumplió 17 años y su odio creció con ella. Fingiéndose mayor de edad y sintiéndose agobiada por tanta envidia, decidió escribirle una carta a la reina de España dejándole saber las emociones negativas que su sola existencia en este planeta le provocaba. Buscó la dirección del palacio real de España, el nombre completo de la reina, compró un diccionario, papel y sobre de hilo y comenzó a escribir mentiras y verdades.


“Estupidísima reina de España:

Te escribo esta carta porque te odio cada día más, y ya han pasado años con el mismo resentimiento. Creo que es sumamente injusto que seas la reina cuando existimos otras personas que merecemos tener la misma oportunidad que tú, sobre todo yo, que poseo una hermosura que rebasa los niveles normales de belleza. Te he visto en las fotos y los sombreritos que te pones están pasados de moda.

Pero eso no es todo. Visité un amigo clarividente experto en leer las expresiones faciales de las personas y le llevé recortes de páginas de revistas y periódicos dónde aparece el rey. Me dijo que el rostro de tu marido reflejaba inconformidad con su vida sexual, que no te quería y que tampoco quería tener hijos contigo. Lo notó tan deprimido que insinuó que el rey podría suicidarse en cualquier momento.

No creo que quieras ser la causante de tan terrible tragedia, sobre todo luego de saber que eres ya culpable de todas sus desgracias. Si quieres yo te puedo hacer un favor y me caso con él y lo hago feliz, pero primero tienes que pedirle el divorcio. No le creas si te dice que te ama, es sólo un pequeño drama para que no te sientas rechazada por él. Recuerda que es un caballero y jamás te heriría los sentimientos. No lo pienses y déjalo ser feliz. Gracias.”

Federica lamió el borde del sobre y lo selló. Escribió la dirección a la que iba dirigido y se lo entregó al cartero. Asombrosamente para ella, y para su padre que fue el que recibió la carta, la reina de España le contestó en menos de una semana. Incrédula todavía, Federica cogió el sobre, se encerró en su cuarto y comenzó a leer.


“Estimada Federica:

No salgo del asombro por el atrevimiento de tu carta. Sin embargo creo lo que me dices del clarividente. Desde hace días he notado a mi esposo un tanto raro e inconforme. Me ha dicho que es porque le preocupa la enfermedad terminal de su padre, pero habiéndome dicho esto, creo que es como dices y él sólo trata de no hacerme sentir mal, dado a su inmensa nobleza.

No quiero seguir siendo la causante de sus desdichas, pues el es un hombre bueno. Si no lo complazco sexualmente, debería conocer a alguien que sí logre satisfacerlo, y si eres tan hermosa como dices, y creo que más que yo, debes ser la indicada no sólo para complacerlo, sino para formar una familia.

Le pediré el divorcio como muestra de mi inmenso amor por él y le pediré que se case contigo. No permitiré negación alguna de su parte y si lo hace, amenazaré con quitarme la vida. Te mandaré a buscar tan pronto se finalicen los trámites de la culminación de nuestro matrimonio. Aquí el abogado resolverá todo esto rápidamente, así que mantente pendiente. Atentamente: La Reina.”

Pasó un mes y un martes a eso de la una de la tarde, tocaron la puerta de su casa. Federica, vestida con un flamante traje fruncido de color rosa neón y con unos zapatos de tacón de lentejuelas plateadas abrió la puerta. Había pasado días vestida de esta forma innecesariamente, pero hoy su suerte cambió. “¿Y este soldadito de navidad?” pensó, e inmediatamente le preguntó que a quién buscaba. Aquel hombre extraño le respondió:

-Och digo que ando buchcando a la señorita Federica.
Y dándose cuenta de que la reina de España la había mandado a buscar por el acento del caballero y por la limosina que la esperaba frente a su casa, Federica recogió la maleta que llevaba preparada hace días y sin despedirse de sus padres se montó en el lujoso automóvil.

-¡Hombre!- exclamó por querer sonar un poco española- Sí, soy yo, aquí están las cartas que intercambié con la reina- dijo Federica enseñándoles la evidencia y quitándose un pedazo de espinaca que tenía incrustado justo en medio de sus dientes delanteros.

Si ningún otro remedio, enviaron a Federica al palacio real de España. La reina estaba ansiosa por conocerla, pero cuando la vio se desilusionó. Sintió coraje porque pensó que le había mentido y por eso quiso confrontarla.

-Eres la mujer más fea que he visto en mi vida, y aún así me sobornaste y perdí todo lo que tanto he amado, pediré que te envíen de vuelta- le dijo la reina.
-¿Por qué la gente es tan envidiosa? Me dicen que soy fea por pura cólera. Me puede regresar a mi pueblo, pero en pocos días su esposo se habrá suicidado. Recuerde lo que le dije.- respondió Federica.

Federica se quedó en España tras volver a convencer a la reina. Le envió una carta a su padre contándole todo lo que había sucedido pues se había ido sin decir nada y de paso le notificó que en dos días se casaría con el rey. Aurelio se molestó muchísimo, pues su hija era menor de edad y pensaba que era el rey quién se aprovechaba de la ingenuidad de ella. Se presentó al palacio el día de la boda y lo confrontó. El rey por miedo a que su ex esposa se quitara la vida, se negó a cancelar la boda con Federica.

Ambos discutieron y fueron ante un juez para que resolviera el asunto. El juez decidió en favor del papá de Federica, acusando a los reyes de España de secuestro de menores e intento de pedofilia y obligó a que el palacio le diera toda su fortuna a Aurelio. Federica disfrutó de otro momento de avaricia basando su felicidad en las desgracias de otros. Llegó a la casa, junto a su padre y su fortuna. Entró a su cuarto, se miró en el espejo y se asustó. “¡Dios mío! ¿Quién es este monstro que se encuentra en el espejo?” FIN

Vida...

Vida...
en las pequeñas cosas.